Para el verano son las Bicicletas.

 

El patio de mi casa es particular y aunque casi nunca llueve todo el mundo se moja y grita cada tres días ¡Sálvese quien pueda!

 

 

Ya es verano de nuevo y comienza el gran hermano estival en mi casa de campo (todos recluidos en una casa, conviviendo casi 24 horas diarias) pero sin nominaciones (todos se quedan nadie se va ni a cañonazos) y sin premio al final (ni la fama esperándote a la salida de la casa).

 

Este año debido a la jubilación de mi madre, la aventura ha comenzado formalmente antes de lo normal, aunque oficialmente el meollo del asunto se inicia con el tradicional viaje a Lorca para recoger a “La Madrina”, uno de los iconos imprescindibles.

 

Por supuesto “La Madrina” (mi tía abuela y madrina de mi madre) ha llegado con su maleta de pelo cuya antigüedad se remonta al menos a la aparición de mi uso de razón, y en mitad del jardín con poca luz te provocaría la urgencia de salir corriendo a por la escopeta para proteger tu vida.

 

La maleta asusta como el cargamento de bolsas que trae con los contenidos tradicionales recopilados minuciosamente del comedor de la residencia aprovechando la complacencia muda del personal del centro, la falta de vista de algunos residentes, la falta de oído de otros y la suma de las dos cosas en los cuartos. La otra mina de donde extrae sus valiosos contenidos es el Lidl (si lo pronuncias en Español puedes causarte un esguince en la lengua y si lo pronuncias en alemán mientes, porque sabes el mismo alemán que yo).

 

Desglosemos el contenido del alijo: 4 millones de sobres de azúcar, fruta de frescura dudosa, crespillos de Lorca (grandes y pequeños) –lo mejor de todo -, bolsas llenas de revistas para mi abuela, que las pasa página a página con la mirada perdida, da igual que sea el Pronto, Teleindiscreta o Man. Nunca faltan en ese equipaje tampoco el rosario, el libro de crucigramas y una farmacia móvil con todo lo necesario para batir records de automedicación.

 

Su frase más característica es “Eso sí” para reafirmar algo que no ha oído por si acaso acierta (el oído a los 92 años no es tan fino como a los 20, es más bien grueso).

 

 

“La abuela Antonia” una bomba de relojería en calma que esporádicamente estalla en las demostraciones más increíbles de alegría cantando y gastando bromas, la persona con la risa más contagiosa del planeta, no importa lo que cuenta que cuando empieza a reír se contagian en cuestión de segundos los cuatro pueblos colindantes, siempre dice “es verdad” ante las correcciones de conducta que mi madre le hace mientras piensa en cualquier otra cosa simulando que toma nota, pero segura de que volverá a hacer lo mismo cuando mi madre no la vea. Ella es la acuñadora de esa apostilla tan conocida por mi entorno de “Ah claro”. Expresiones secundarias: ¡que balvaridad!”  “¿Yo? Como es posible!” o “no me gusta ni chispa”.

 

 

Mi padre, la definición de felicidad hecha hombre, se pasea en calzoncillos por su reino henchido de orgullo, cantando canciones de Alejandro Conde y espantando al abejaruco con horrendos gritos (Ahhhjjj. Aggjjjjh) y una pistola de fogueo. Gracias a él sabemos que es posible dormir un minimo de 14 horas diarias. Cuando te pide ayuda para hacer algo, jamás revela con detalle el fin, disfruta dirigiendo el procedimiento paso a paso, mientras el incauto va agotando con cada directriz sus nervios (yo disfruto escaqueándome de sus trabajos porque en “quicio” estoy mucho mejor que fuera de él). Su frase más celebre es “No me joas, no me complico la vida! Tu madre en el Polígono y yo aquí y a vivir!”.

 

Mi madre, capaz de convertir unos huevos y unas patatas en una diosa llamada TORTILLA, con toda clase de habilidades culinarias, regala nuestro paladares día a día, el mío particularmente, contagiada por el virus del vegetarianismo y explorando el libro sobre cocina vegetariana que compré, para poco después dejarlo “olvidado” en su mesilla con la mala suerte de que le dio por hacer las exquisiteces que propone, una detrás de otra. Tiene un pero y es que la paciencia no es su virtud y con mi padre, la madrina, mi abuela o yo mismo, esto es necesario en altas dosis, así va saltando de berrinche en berrinche por las cosas más nimias, hasta quedarse dormida, instante en el que he observado que su humor mejora considerablemente.

 

Esta es la célula básica, aunque enseguida se sumarán mi hermano y mi cuñada con mis 3 sobrinos dándole suspense y emoción infantil al entorno, los gatos intentando conquistar la mesa en el momento en que aún está cubierta por las sobras o “chipi” un perro diminuto, precioso, hasta que abre su boca para tumbarte con su fétido aliento.

 

Pero hasta que ellos se instalen yo disfruto de una dorada estancia en la suite del piso de arriba, donde sale el sol por una ventana y se pone por otra, donde mis huesos reposan en una gran cama de matrimonio y donde rara vez soy molestado. Desde aquí os escribo unas palabras en el primero de mis veranos, en el que puedo afirmar y afirmo que “!Si me gustan los veranos”!

 

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No me gustan los veranos

Las cigarras pueden dejarte sordo durante una exposición muy prolongada a su canto armonioso, rezaba el titular. Sin duda son la representación más fiel de un patio de vecinos andaluz dentro del mundo animal, con la particularidad de que si así fuera todos y cada uno de los vecinos, mientras el sol iluminase su universo cuadrangular, permanecerían asomados a sus ventanas interiores abandonados a la murmuración a voz en grito hasta la extenuación nocturna. 

El calor que junto con las flores, las lluvias, las alergias y los flechazos a traición se abre paso de la mano de la primavera, es un infante entonces que va madurando en su camino hacia agosto, tierra prometida a las altas temperaturas. Cuando este mes crucial llega el calor del que hablaba se afana en otorgar su sentido más pleno a la palabra “insoportable”, ensancha las venas para “regocijo” de los hipotensos, calienta el asfalto, los tejados, los cuerpos que cultivan cáncer al sol, los ánimos, las entrepiernas y enfría a las parejas que llegan a Septiembre colgando de un hilo como estalactitas que en muchos casos acaban pesando demasiado para la escasa resistencia de su fino soporte. 

En este tiempo los atardeceres tan hermosos a menudo nos sorprenden riendo, jugando y hablando de más, con la mirada puesta en aquellos espectáculos que no son de temporada, como tantas otras veces y los amaneceres pueden buscarnos si quieren en after-hours cuyo techo nos oculta maliciosamente la llegada del día y nos cuenta el cuento chino de que la noche puede durar hasta las 12 o las 13 o más, uno lo cree hasta que se asoma a la puerta y descubre un sol amarillento irrefutable, grabando a fuego la verdad en los ojos y esculpiendo un rostro de rasgos demacrados del que no te desharás al menos en día y medio; día y medio de siestas eternas solo interrumpidas por ingestas masivas de agua. Sé además que si eres paisano ya habrás deducido a estas alturas del párrafo que los domingos adquiere verdadero significado la frase tan coreada en el sureste español de “Agua para todos”.

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“Agua para todos” esos cuerpos deshidratados que fueron a lucir en muchos casos unos exteriores impolutos, vestidos con las mejores galas que la temporada ordenaba llevar para ser alguien, eso si, llevaron también un interior harapiento de andar por casa que vomitaron algunos en algún aparcamiento entre botellas, bolsas de hielo, vasos de plástico, risas y muchas miradas de indiferencia acostumbradas a este espectáculo. 

Si me zambullo de nuevo en el recuerdo adolescente me viene a la memoria que mientras todos se enrollaban los unos con los otros como tachando nombres de una lista negra en sus urbanizaciones de playa, en campings o en las piscinas situadas en los corazones de las casi desertizadas ciudades, yo, ajeno a esos mundos tan maravillosos, jugaba solo entre perros y gatos, me bañaba en una piscina toi contemplando además por las noches y sin inoportunas luces artificiales a mi alrededor mareas de estrellas brillando en la oscuridad, desafiando a mis tobillos por las laderas del “Cabezo Ponce”, trepando a los árboles, dejándome alcanzar por cientos de aguijones de avispa, dibujando mosaicos a base de mercromina en mis piernas y apegándome a mi soledad estival, con la que cada año me reencontraba sin que quedaran demasiadas opciones.  

Llevo años pensando que no me gustan los veranos, tal vez había olvidado como disfrutar de ellos, me detuve en  mitad de la carrera en esta ocasión y me salí de la pista y caminé hacia los rincones que me hicieron feliz cuando era un niño para reencontrarme conmigo. Acabé entonces en esta aldea gala cercada por Polaris al menos desde que tengo uso de razón, lugar en el que los más impacientes pueden encontrarme, Atamaría. Los que puedan esperar nos vemos en Otoño recogiendo las hojas que sobran a los árboles y los pelos que se divorcian sin mediación posible de mi escuálido flequillo.