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No me gustan los veranos

Las cigarras pueden dejarte sordo durante una exposición muy prolongada a su canto armonioso, rezaba el titular. Sin duda son la representación más fiel de un patio de vecinos andaluz dentro del mundo animal, con la particularidad de que si así fuera todos y cada uno de los vecinos, mientras el sol iluminase su universo cuadrangular, permanecerían asomados a sus ventanas interiores abandonados a la murmuración a voz en grito hasta la extenuación nocturna. 

El calor que junto con las flores, las lluvias, las alergias y los flechazos a traición se abre paso de la mano de la primavera, es un infante entonces que va madurando en su camino hacia agosto, tierra prometida a las altas temperaturas. Cuando este mes crucial llega el calor del que hablaba se afana en otorgar su sentido más pleno a la palabra “insoportable”, ensancha las venas para “regocijo” de los hipotensos, calienta el asfalto, los tejados, los cuerpos que cultivan cáncer al sol, los ánimos, las entrepiernas y enfría a las parejas que llegan a Septiembre colgando de un hilo como estalactitas que en muchos casos acaban pesando demasiado para la escasa resistencia de su fino soporte. 

En este tiempo los atardeceres tan hermosos a menudo nos sorprenden riendo, jugando y hablando de más, con la mirada puesta en aquellos espectáculos que no son de temporada, como tantas otras veces y los amaneceres pueden buscarnos si quieren en after-hours cuyo techo nos oculta maliciosamente la llegada del día y nos cuenta el cuento chino de que la noche puede durar hasta las 12 o las 13 o más, uno lo cree hasta que se asoma a la puerta y descubre un sol amarillento irrefutable, grabando a fuego la verdad en los ojos y esculpiendo un rostro de rasgos demacrados del que no te desharás al menos en día y medio; día y medio de siestas eternas solo interrumpidas por ingestas masivas de agua. Sé además que si eres paisano ya habrás deducido a estas alturas del párrafo que los domingos adquiere verdadero significado la frase tan coreada en el sureste español de “Agua para todos”.

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“Agua para todos” esos cuerpos deshidratados que fueron a lucir en muchos casos unos exteriores impolutos, vestidos con las mejores galas que la temporada ordenaba llevar para ser alguien, eso si, llevaron también un interior harapiento de andar por casa que vomitaron algunos en algún aparcamiento entre botellas, bolsas de hielo, vasos de plástico, risas y muchas miradas de indiferencia acostumbradas a este espectáculo. 

Si me zambullo de nuevo en el recuerdo adolescente me viene a la memoria que mientras todos se enrollaban los unos con los otros como tachando nombres de una lista negra en sus urbanizaciones de playa, en campings o en las piscinas situadas en los corazones de las casi desertizadas ciudades, yo, ajeno a esos mundos tan maravillosos, jugaba solo entre perros y gatos, me bañaba en una piscina toi contemplando además por las noches y sin inoportunas luces artificiales a mi alrededor mareas de estrellas brillando en la oscuridad, desafiando a mis tobillos por las laderas del “Cabezo Ponce”, trepando a los árboles, dejándome alcanzar por cientos de aguijones de avispa, dibujando mosaicos a base de mercromina en mis piernas y apegándome a mi soledad estival, con la que cada año me reencontraba sin que quedaran demasiadas opciones.  

Llevo años pensando que no me gustan los veranos, tal vez había olvidado como disfrutar de ellos, me detuve en  mitad de la carrera en esta ocasión y me salí de la pista y caminé hacia los rincones que me hicieron feliz cuando era un niño para reencontrarme conmigo. Acabé entonces en esta aldea gala cercada por Polaris al menos desde que tengo uso de razón, lugar en el que los más impacientes pueden encontrarme, Atamaría. Los que puedan esperar nos vemos en Otoño recogiendo las hojas que sobran a los árboles y los pelos que se divorcian sin mediación posible de mi escuálido flequillo.

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